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martes, 11 de marzo de 2014

Colectivos convierten el acto de protesta por la muerte del senegalés en un homenaje a todas las víctimas que han perecido en el Estrecho

Algeciras Acoge y la Asociación Pro Derechos Humanos escenificaron esta tarde, con una concentración en la Plaza Alta, su rechazo a la última muerte de un inmigrante en aguas del Estrecho. Representantes de ambas organizaciones junto a un grupo de ciudadanos guardaron varios minutos de silencio para expresar, de forma simbólica su pesar por este fallecimiento. Una protesta que también sirvió para recordar a todos aquellos que perdieron su vida a lo largo de estos años. El manifiesto fue leído por el escritor y periodista, Juan José Téllez que, a continuación, reproducimos de forma íntegra: ¿Cuántos muertos necesitará Europa para conservar su forma de vida? ¿Cuántos muertos necesitará África para conservar su forma de muerte?

            Ambas preguntas nos las hacemos, desde hace un mundo, a ambas orillas del Estrecho de Gibraltar. Desde aquellos primeros cadáveres de hace veintiséis años al joven Toure, el senegalés ahogado el pasado viernes en la costa de Tarifa, hemos asistido al holocausto de miles de sueños. No sólo de aquellos que perdieron la vida en el propósito de cruzar las once millas que separan o que unen a ambos continentes, sino los de quienes soñaron con una Unión Europea donde la democracia no admitiese sucedáneos o con un continente africano definitivamente libre de sus colonos y de sus neocolonos, de sus tiranos propios y de los ajenos.

            Mientras Europa degrada su utopía casera del estado del bienestar, el malestar se apodera de los más humildes, de esos que ahora viven bajo el paraguas al que los sociólogos han descrito como los más vulnerables. Ya no sólo hay espaldas mojadas en nuestros mares del sur, sino también en la periferia social y urbana de unos países antiguamente orgullosos de sus libertades y hoy libremente cautivos de sus orgullosos bancos.

            África ha pasado de la primavera al invierno sin estaciones intermedias. El sueño de la libertad, desde Túnez a Egipto, pasando por Libia o por Yemen, provoca monstruos. ¿Y qué decir de Marruecos, donde el primer intento de regularización de inmigrantes apenas beneficia a unos cuantos cientos de personas de entre los millares que aguardan desde hace décadas un simple papel que les otorgue, al menos, el derecho a no tener derechos?

            Por no hablar de Senegal, quebrado en dos desde hace mucho, una nación malvendida al Frontex y a Corea, como muchos otros territorios de África han sido comprados al peso por China, por multimillonarios o por trasnacionales, como futura reserva de víveres con los que especular, en un tiempo en el que los seres humanos empiezan a sobrar a manos llenas. Tampoco hay demasiadas razones para la esperanza en Mali o en Nigeria. Desde Mauritania a Somalia, pasando por la región de los Grandes Lagos, los mapas repican el nombre de estados fallidos y de déspotas infalibles. A esa geografía del terror hay que sumar el jinete pálido que constituyen las fuerzas militares de Estados Unidos, las europeas, las de los señores de la guerra o las de Al Qaeda del Magreb Islámico, que traen el infierno a su grupa. Así que muchas de las personas que hoy aguardan la oportunidad de saltar las vallas de Ceuta y de Melilla o cruzar el mar en una balsa de juguete, no le temen a que puedan caer en las brasas al escapar del fuego.

            Tampoco soplan buenos vientos en Europa. Y no porque la economía nos haya arrodillado frente a las exigencias cada vez mayores del capitalismo salvaje. Sino porque hemos perdido, en ese trance, nuestra formidable capacidad de utopía, que fue capaz en otro tiempo de gestar un pensamiento rebelde, que fabricara revoluciones sensatas o insensatas, frente a las pesadillas siempre implacables. Así que ahora, durante todo ese tiempo transcurrido, mientras contemplamos la muerte a mansalva desde Canarias a Lampedusa, a nuestros gobiernos, como los viejos marqueses de la hora del té, el único remedio que se les ocurre sigue siendo el de ponerle puertas al monte. Frente a las voces que reclaman el establecimiento de cauces racionales para las migraciones con todas las de la ley, mandamos a la Armada a patrullar el mediterráneo. Frente a quienes apuestan por cambiar las reglas del mercado que han empobrecido a la orilla sur de ese viejo mar durante los últimos treinta años, los sagaces ministros sólo planean ampliar los perímetros fronterizos, incluso mar adentro, o utilizar gases en lugar de balas de gomas contra los peligrosos nadadores que se atrevan a ganar a pulmón libre su propia plaza para el limbo europeo. Cetis hacinados, burocracia kafkiana. Esa es nuestra receta. Y una opinión pública que teme a los pobres y venera a los ricos, cuando la inmigración casi siempre nos ha traído riqueza y cuando buena parte de nuestros problemas estriba precisamente en la avaricia de los poderosos.

            El mundo cambia pero la miseria, no. Sencillamente aumenta. También su número de daños colaterales. Ese joven senegalés muerto en Tarifa ha sido el más reciente. Pero seguro, y es lástima, no será el último.

Algeciras Press